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El hombre bicentenario: la dificultad de ser humano

Abrahan Rivera

19 de diciembre de 2023

En varias ocasiones el hombre defiende la humanidad y en otras tantas se le dificulta darle un concepto, en El hombre bicentenario uno puede descubrir lo tortuoso que es comprendernos.



Se nos muestra la llegada de un paquete a una residencia, lo que aguarda es un robot. Este fue traído a pedido del padre de esa vivienda para el apoyo en las labores del hogar. La menor hija lo llamará “Andrew”, así pues, ese será el nombre definitivo para él.


La familia llega a incluirlo en su vida diaria y con el pasar del tiempo se percatan de que el robot no es común debido a que no se restringe simplemente a cumplir una orden, sino que muestra signos de “subjetividad” y por este motivo el “Señor” —forma en la que se refiere Andrew al padre de la familia— decide enseñarle diversos campos del conocimiento humano.


Así pues, los años pasan y debido a todo el saber que adquiere Andrew en ese periodo se empieza a cuestionar diversos problemas hasta que toma la decisión de conseguir la libertad y ya no ser más de la propiedad de la familia que lo acogió. De este modo, él se retira de la casa en la cual ha vivido por más de 30 años y construye la suya en la playa. 


Dieciséis años después, el Señor fallece y será en este momento que Andrew decide buscar gente de su “especie” —cabe recalcar que se refiere a robots con cierto grado de subjetividad como en su caso—. Pasa varios años en busca de máquinas parecidas a él; no obstante, no encuentra a ninguno.


En toda esta aventura, él se encontrará con Rupert Burns, hijo del científico que inventó el estilo de robot que es Andrew, quien trabaja en prototipos de piel y extremidades que simulan la del ser humano, diseñadas para acoplarlas a los robots. Por estas circunstancias, al no encontrar a su “especie”, decide implementar este prototipo a su cuerpo y como resultado final llega a parecer humano.


Después de esto, retorna a la casa de sus antiguos dueños para contarles sobre su nueva mejora y se da con la sorpresa de que ya han pasado veinte años que las personas de esa familia han envejecido y han llegado nuevas generaciones. Esto lo incomoda un poco por unos momentos. 


Con el fallecimiento de la niña que le acuñó su nombre y el dolor que sentía por su pérdida, se motiva a crear órganos artificiales y un sistema nervioso que lo apoyen a acercarse un poco más a volverse humano, ya que no puede expresar su tristeza en lágrimas y espera que con su invento lo consiga. 


En estas condiciones, Andrew empieza a conocer a Porsha, bisnieta de la familia que lo acogió cuando era un robot en un inicio, y empieza a desarrollar sentimientos románticos por ella, sentimientos que son correspondidos. Si bien empiezan su relación, esta no es aceptada porque Andrew es inmortal al poseer un cerebro distinto al humano. Es más, Andrew acude a una corte para pedir ser considerado humano y no lo consigue por el motivo previamente mostrado.



Será después de muchos y muchos años que Porsha se preocupa porque tarde o temprano va a morir y siente que es lo correcto debido a que “hay un orden en las cosas, los seres humanos deben estar aquí por cierto tiempo y luego se irán”. Andrew admite que vivir en un mundo sin ella no vale la pena, así que toma la decisión de alterar su cerebro para volverlo mortal.


En la última escena, se aprecia a Andrew y a Porsha echados en una cama de hospital juntos esperando la muerte. Y segundos después de que él fallece, ante los dos aparece una pantalla de una congresista mundial anunciando que él sí es considerado humano por el cambio que se realizó.


Distintas lecciones nos deja esta conmovedora historia además de cuestiones, estas son las más relevantes. Uno puede ver que la complejidad del ser humano no se resume solo a un cuerpo con sus respectivos órganos, sino que aborda áreas abstractas que, por suerte, el humano Andrew llegó a poseerlas.

Editado por 

Luis Carlos Lavado

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Abrahan Rivera

Estudiante de comunicación social y aspirante a cada vez ser mejor.

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