Desde el siglo XIX, los seudónimos han funcionado como una herramienta de supervivencia para distintos autores y autoras, una forma de resistir en los márgenes y disputar un espacio dentro de sistemas excluyentes. Sin embargo, no todos los seudónimos operan de la misma manera. A lo largo del tiempo, sus usos y significados han variado, adaptándose a contextos culturales, políticos y mercantiles. En la actualidad, en un mundo literario cada vez más atravesado por el consumo y menos regido por criterios éticos claros, la identidad del autor muchas veces se diluye o se convierte en una estrategia más de marketing. Esta nota busca explorar las razones detrás del uso del disfraz: por qué se elige escribir desde otra identidad, y qué privilegios o exclusiones habilita cada caso. Para ello, propongo un recorrido por cuatro figuras que, por motivos muy distintos, decidieron —o necesitaron— esconder su nombre real detrás de un seudónimo. Los casos de Amarilis, Nelly Fonseca, J.T. LeRoy y Carmen Mola ofrecen una cartografía de las múltiples formas en que el nombre propio —o su ausencia— puede condensar tensiones éticas, simbólicas y políticas.
Amarilis
Amarilis es el seudónimo de una poetisa peruana nacida en Huánuco a finales del siglo XVI. Aunque su identidad no ha sido confirmada con certeza, algunos estudiosos de su obra han sugerido que se trataría de una monja, basándose en archivos históricos que coinciden con ciertos elementos de su escritura. Solo se le atribuye una obra: la célebre Epístola a Belardo, lo que ha dificultado su estudio y delimitación crítica. Este texto, sin embargo, se considera uno de los primeros escritos literarios producidos por una mujer en América Latina.
En este caso, el uso del seudónimo no responde a una decisión estética, sino a una necesidad impuesta por el contexto: las mujeres tenían prohibido escribir y, por tanto, no podían ser reconocidas como sujetos intelectuales. Como señala Raquel Chang-Rodríguez, Amarilis escribiría desde una triple marginalidad: por su género, por su lugar de nacimiento —América Latina— y por su origen étnico, posiblemente mestizo o indígena (2005, p. 278). En este caso, el anonimato en Amarilis no es solo silencio, sino también refugio y forma de resistencia.
Nelly Fonseca/ Carlos Fonseca
Nelly Fonseca fue una poeta, periodista y promotora cultural peruana. Nació el 12 de octubre de 1922 en Pacasmayo. A los nueve años, un accidente la dejó parapléjica, lo que marcó un punto de quiebre en su vida: asumió un giro radical que incluyó el corte de cabello, el abandono de la vestimenta femenina y la adopción del nombre masculino de Carlos Alberto Fonseca. Bajo ese seudónimo publicó obras como Heraldo del porvenir (1936) y Sembrador de estrellas (1942). En su caso, el uso del seudónimo funcionó de dos maneras: fue una forma de velar las marcas de género y, al mismo tiempo, de discapacidad, que podían marginarla en el campo cultural. A partir de la segunda mitad de la década de 1950, retomó su nombre real para publicar Espigas de Cristal (1955) y Raíz del Sueño (1963). En este tránsito identitario se refleja una crítica silenciosa a los moldes que regulaban —y aún regulan— quién puede ser poeta y bajo qué condiciones.

J.T. LeRoy
El caso de J.T. LeRoy es uno de los más polémicos del ámbito literario en las últimas décadas. A inicios de los años 2000, irrumpió una supuesta nueva voz reveladora: un joven queer, exprostituto y con VIH que narraba su infancia traumática bajo el seudónimo de J.T. LeRoy. Su primera novela, Sarah (2000), presentada como autobiográfica, alcanzó una gran notoriedad y fue celebrada por figuras como Lou Reed y Madonna. Sin embargo, detrás de esa historia de marginalidad y sufrimiento no se encontraba un joven tímido, sino una construcción ficticia creada por la escritora Laura Albert. Ella no solo ideó al personaje, también le dio presencia pública a través de su cuñada Savannah Knoop, quien lo interpretaba en eventos y entrevistas.
La revelación de esta mentira generó un profundo debate ético. No se trataba únicamente de una estrategia de marketing, sino de la utilización oportunista de una identidad queer atravesada por la violencia y la exclusión. El seudónimo de LeRoy funcionó como un dispositivo publicitario que explotó el morbo alrededor del dolor ajeno, capitalizando una experiencia que nunca fue vivida. Más que una simple impostura, fue una forma de apropiación simbólica que banalizó las voces reales desde los márgenes.

Carmen Mola
El caso de Carmen Mola sacudió el mundo literario cuando, en la ceremonia del Premio Planeta 2021, se reveló que no se trataba de una autora, sino de un colectivo compuesto por tres escritores y guionistas españoles: Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero. Durante años, estos hombres publicaron bajo ese seudónimo femenino una exitosa saga de novela negra. Como se señala en una entrevista para El Comercio citada en el artículo de Ordoñez, llegaron a afirmar, en tono de burla que solo revelarían su identidad a cambio de un “cero más en el cheque”. Con el premio de un millón de euros por La Bestia, cumplieron su promesa. Ante la obvia crítica por el uso del seudónimo femenino, aseguraron que no importaba quién escribía la novela, sino si esta era del gusto del público.
Sin embargo, este argumento borra por completo el contexto histórico del uso de seudónimos en la literatura. A diferencia de figuras como Amarilis o Nelly Fonseca, quienes recurrieron al anonimato o a seudónimos para poder acceder a un mundo que les cerraba las puertas por ser mujeres, los autores detrás de Carmen Mola se disfrazaron de mujer para vender más y llamar la atención en un mercado que, paradójicamente, ahora busca visibilizar voces femeninas. En este caso, el seudónimo se usa como una estrategia de marketing que reproduce desigualdades y banaliza siglos de exclusión. Decir que “lo importante es solo la novela” equivale a negar que la autoría también es política, y que el acceso a la escritura nunca ha sido igual para todos.

En síntesis, el seudónimo ha sido, en muchos casos, una herramienta de resistencia frente a la exclusión. Escritoras como Amarilis o Nelly Fonseca lo utilizaron para sortear las barreras impuestas por su género y poder acceder a un espacio literario que les estaba vedado. En contraste, casos como el de J.T. LeRoy o Carmen Mola revelan cómo el seudónimo también puede ser utilizado desde el privilegio como una estrategia de mercado. En lugar de proteger a voces vulnerables, estas máscaras literarias explotan identidades marginales para generar interés, credibilidad o ventas. Así, el seudónimo deja de ser un refugio ante la censura para convertirse en un recurso comercial que banaliza las luchas históricas por representación y justicia simbólica.
Referencias
Chang-Rodríguez, Raquel (2005). «Gendered voices from Lima and Mexico: Clarinda, Amarilis, and sor Juana». En A companion to the literatures of Colonial America. Estados Unidos: Blackwell Publishing.Ordoñez, Rafael. (16 de octubre de 2021). Los autores detrás del seudónimo de Carmen Mola: «Estábamos hartos de mentir, teníamos que salir del armario”. El Independiente. https://www.elindependiente.com/tendencias/libros/2021/10/16/los-autores-detras-del-seudonimo-de-carmen-mola-estabamos-hartos-de-mentir-teniamos-que-salir-del-armario/