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La destrucción o el amor: El tigre en la casa (1970), de Eduardo Lizalde

Durante mucho tiempo el asesinato de la pareja, derivado de una infidelidad o inclusive de celos desmedidos, era catalogado como «crimen pasional» y, hasta cierto punto, absolvía parte de la culpa del agresor, pues se trataba de una «víctima de sus pasiones». Aunque nuestra sociedad ha podido dejar atrás este estándar jurídico, todavía quedan resacas de esta violencia normalizada dentro de círculos familiares o sociales. Ya sea en forma de bromas o algo más serio como la inculpación del agredido por «provocar» este tipo de situaciones. Pero, regresando al origen de toda esta violencia, ¿por qué este odio, a menor o gran escala, no acaba de ser penado unánimemente dentro del imaginario colectivo? Desde la figura machista que es secundada por sus pares al considerar a su enamorada o esposa como propiedad, hasta personajes populares y ensalzados como Pearl (2022), quienes descienden en un espiral de violencia guiados por sus pasiones.

Podría atribuirlo, y dudo equivocarme, a los restos de esta figura romántica que está tan arraigada dentro de nuestros vínculos sociales y que es de esperar porque reúne lo erótico y tanático dentro de un solo elemento o persona. Esta dualidad tan esencial del ser humano no pierde su atractivo y es el ejemplo perfecto de la contradicción el pensamiento. El amor rebosante, al chocar con una realidad que no es capaz de contenerlo, entra en un duelo, se corrompe, y pasa a convertirse en destrucción. Ya sea la destrucción propia o de aquello que se ama.

Eduardo Lizalde, gran poeta mexicano, explora esta dualidad, este duelo, en su poemario El tigre en la casa (1970). Hay una pérdida dentro del poemario, un complemento inalcanzable. Bien dice Mario Bojórquez en su prólogo, «excedido por no lograr la perfección», el amor romántico completa su círculo cuando es correspondido. El poemario de Lizalde reflexiona en esta idea del amor que, anticuada, es imposible dejar atrás.

En una etapa pos-posmoderna (o metamoderna), las ideas del amor, según el romanticismo y algunos modernistas, vuelven a salir a flote para replantarlas no solo como una vía posible, sino la más honesta y preferible. Más allá de la afirmación o negación de esta propuesta, quiero destacar cómo los textos de reverberación erótica y exaltación tanática —como lo es este poemario—, ponen a prueba el manejo que tenemos de nuestras emociones y estudian nuestro proceso de enfrentar el mundo interior con la realidad. Nuestro poeta nos plasma un amor que todo acepta, todo ama, pro que, pronto, en su ciclo incompleto de amor, no solo acaba por odiar aquello que amó, sino que salen a la luz sus verdaderos colores de la intolerancia y desprecio por aquello que, desde un principio, no cumplía con sus expectativas, pero que, en aras del deseo, sería capaz de «soportar».

Esta última palabra es clave para comprender el poemario de Lizalde, pues la voz poética que nos guía a lo largo del libro se va soltando más. En los primeros poemas destaca el silencio, la pulcritud y los simbolismos para rehuir del lenguaje directo. Sin embargo, las pasiones van in crescendo hasta convertirse en expresiones literales que denotan odio, rabia, frustración e, inevitablemente, desesperación. Por ejemplo, el primer poema se titula Epitafio y su tema es el olvido, el deseo del silencio, el entierro de un viejo amor que no pudo cerrar su ciclo. Tenemos, desde ya el tema del duelo. La figura del tigre actúa como un elefante en la habitación, pero más que la incomodidad, sugiere un peligro, una fuerza imparable que acabará por devorarlo si es que no se la llega a tratar, si es que no se le da al amor la forma que exige.

Entonces el amor, por no ser del todo amor, debe ser destruido, olvidado y sepultado. «Que nada quede, amor, de esos mares de amor», como quien dice que es mejor no amar que amar a medias. Y, no obstante, por momentos recupera las esperanzas de que ese amor pueda completar su ciclo. Es la contradicción de vuelta en el papel. Así como se odia y luego se ama, el odio quiere ser amor nuevamente. De ese modo, intercalando odio y amor, se degrada hasta querer romper todo y darnos estos versos que encapsulan, a mi parecer, la belleza devastadora del poemario: «Que tanto amor queme sus naves / antes de llegar a tierra».

No quisiera, además, dejar afuera cierta interpretación que, si bien no es la primera lectura que cabría darle al texto, sí va muy acorde con una propuesta del romanticismo y la perspectiva que Bojórquez señaló en el prólogo del libro: el genio romántico. El deseo de ser uno y pasar de la maestría artesana al verdadero genio artístico también es una figura que se ha rescatado del romanticismo para convertirlo en un ideal. No es casualidad, entonces, que se realce nuevamente figuras como la de Andrew Neiman, protagonista de Whiplash (2014), y su autodestrucción en la búsqueda por la genialidad de sus ídolos y la consagración. Por otra parte, la paranoia surrealista y enfrentamiento del otro que se manifiesta en Black Swann (2010) exagera la distancia con el resto para comunicar la enfermiza obsesión de Nina Sayers. Si bien se podría, narrativamente hablando, valorar más la sutileza (ni tan sutil) de la película de Chazelle, también hay que rescatar que Arronofsky no deja dudas con su mensaje, mientras que Whiplash sigue siendo malinterpretada como una película motivacional y cuyas actitudes deberían imitarse. En una sociedad donde la procrastinación se convierte en una condición más grave y generalizada, la idealización del genio natural y el camino autodestructivo pasan a estar en un pedestal. Encuentro que muchos aspirantes ven en este sufrimiento una especie de redención por la mediocridad, o, en el mejor de los casos, por la imperfección: una especie de penitencia, de autoflagelación.

La incapacidad del artista de estar a la altura del maestro o del congénere más talentoso (suponiendo que eso existe) lo posiciona en una realidad donde debe esforzarse más y nunca parece ser suficiente. El lenguaje conocido (un arte, un deporte) no es suficiente para expresar la totalidad del sentimiento y nos vemos limitados a nuestros medios, por lo que deben ser ampliados a como dé lugar. Esta idea del genio es anticuada y parece anacrónica en un mundo del oficio, pero, al igual que ese concepto del amor romántico, parece imposible de dejar atrás y no solo se rescata como una posible verdad, sino que la ennoblecemos para tener un horizonte al cual ambicionar y desligarnos de ciertas responsabilidades para con nosotros mismos y los que nos rodean.

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