La Casona de San Marcos: la unión del pasado y el presente

Entrar a la Casona de San Marcos es cruzar un umbral donde el tiempo no transcurre en línea recta. Es un espacio en el que se puede sentir como el pasado conversa con el presente: un escenario vivo de cultura, educación y memoria. Las paredes amarillas y azules parecen conservar murmullos de otras épocas. Primero, el rigor jesuita; después, la voz de los sanmarquinos que hicieron de este espacio un refugio del saber. Hoy, la Casona late como corazón cultural en el centro de Lima.

Al llegar a la casona, situada en Av. Nicolás de Piérola 1222 la atmósfera cambia. Las piedras antiguas y las arcadas coloniales guardan ecos del noviciado jesuita, del Real Convictorio de San Carlos y de la Universidad de San Marcos.

En los recorridos nuestra guía Katherin va narrando la historia del lugar. Los pasos retumban primero en el antiguo patio de la antigua Facultad de Derecho. Allí se respira calma, y al mirar hacia arriba, la infraestructura cautiva de inmediato.

La entrada incluye ese circuito principal y las muestras permanentes: la colección de retratos de catedráticos y rectores de los siglos, la sala Vargas Llosa, el Salón General, el Salón de Grados, las exposiciones del Museo de Arte de San Marcos (MASM) y del Museo de Arqueología y Antropología (MAA-UNMSM).

Cada rincón cuenta un episodio distinto. La educación colonial, el aporte femenino al mundo universitario, la Guerra del Pacífico, la República aristocrática y más.

Nuestra guía nos recuerda a Margarita Muñoz Seguín, quien en 1882 se convirtió en la primera mujer en ingresar a la prestigiosa universidad obteniendo el grado de Bachiller en Ciencias. A Rebeca Carrión Cachot, la primera arqueóloga peruana quien colaboró con Julio C. Tello. Además de ser la primera mujer en impartir una cátedra universitaria.

En el Salón General aún se puede sentir la tensión de los antiguos alumnos mientras debatían y la nostalgia de la biblioteca que ya no existe. A lo largo de los siglos, este espacio ha sido testigo de momentos cruciales en la historia del Perú. Originalmente concebido como un foro para la discusión académica, su arquitectura está diseñada para facilitar el diálogo, con bancos dispuestos en forma de graderías que enfrentan al tribunal central, creando un ambiente propicio para el intercambio de ideas. Durante la ocupación chilena fue utilizado como establo por las tropas de caballería, evidenciando el impacto de los conflictos en la institución.

Mientras que en el Salón de Grados aún se puede escuchar el eco de los estudiantes defendiendo sus tesis. En el techo se despliega como un cielo virreinal: madera, líneas ondulantes y paneles pintados que cuentan historias de santos, vírgenes y ángeles. La luz que se cuela por las ventanas acaricia los relieves y colores, haciendo que cada figura parezca moverse, como si la memoria misma respirara entre vigas y dorados, recordando siglos de saber y de sueños que todavía laten en la Casona.

Salón de Grados: bóvedas pintadas que narran la historia desde lo alto

Las escaleras de mármol conducen a la sala del premio nobel peruano. Un espacio dedicado a quien ha representado al Perú en el extranjero. Un lugar donde se puede encontrar desde sus calificaciones escolares hasta sus obras en diferentes idiomas. Sus certificados de la carrera de Literatura conviven y se entrelazan con los de Derecho. Y sus fotos tamaño carné nos recuerda al joven sanmarquino que fue.

Los pasos resuenan distinto en cada patio. Uno conduce a salas de exposición donde los murales recuerdan la memoria social del país; otro se abre hacia un jardín silencioso, escondido del bullicio de la avenida Abancay, como si quisiera guardar un secreto. Allí conviven la historia y la sombra de los árboles, en un diálogo callado que equilibra lo solemne con lo íntimo.

Pero la Casona no es solo un monumento detenido en el tiempo. Cada semana, las galerías y auditorios se llenan de conciertos, funciones de teatro y exposiciones que convocan a estudiantes, artistas y transeúntes curiosos.

Es un lugar donde las paredes no se limitan a sostener techos, sino que cuentan historias; donde cada rincón, visible o secreto, nos recuerda que la cultura no se guarda: se comparte. Y me convenzo: este lugar no es un museo congelado, sino un espacio vivo que invita a caminar, observar, preguntar, sentir y sobre todo, recordar.

La Casona espera a quien desee perderse en sus patios y murales. No es solo memoria: es un espacio vivo que invita a volver, mirar y dejarse contar su historia.

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